PREÁMBULO
Esta reflexión la escribí haciendo alusión aquel día, cuando un joven llegó a casa a pedir la mano de mi hija menor con la intención de unirse en matrimonio y formar hogar a parte. Naty como cariñosamente la llamaba fue nuestra última hija en nacer y la primera de mi actual matrimonio. Mi mujer actual tenía dos hijos de su relación conyugal anterior y por mi parte yo tenía tres hijos, igualmente de una relación previa. Naty nació y creció con nosotros, constituyó el eslabón para unir ambos grupos de hermanos y ensamblar una familia con los tuyos, los míos y lo nuestro.
Durante los años de convivencia logramos juntos construir un hogar y una familia unida por valores de afecto, unión, solidaridad, comprensión y respeto. Naty era el núcleo central de nuestra familia. Todos sus hermanos contribuyeron a crear una familia feliz. Una familia donde no hubo imposición de parentesco ni barreras que impidieran la unión entre ellos. Hubo respeto y comunicación con los padres biológicos con el fin de evitar resentimientos que pudiesen interferir con la sana relación y convivencia familiar que estábamos construyendo. Anduvimos y participamos juntos en diferentes actividades sin diferencia de ninguna clase.
En ese bello ambiente familiar la vimos crecer y desarrollarse. Desde niña tuvo un temperamento dominante, tomaba sus propias decisiones y no permitía interferencias. Era ligeramente introvertida con escaso roce con otros niños, sin embargo muy inteligente para analizar e interpretas muchas situaciones. Fue muy apegada a su madre y sufría ante su ausencia transitoria por motivos laborales. Hasta los doce años se negó a dormir en habitación aparte, siempre con nosotros pero en cama aparte. Eso creo una fuerte dependencia que se manifestó como asma bronquial ante la ausencia de su madre pero que posteriormente la analizó y corroboró su causa emocional, lo que le permitió superarla.
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