Durante mis estudios de educación secundaria, la profesora de física y matemáticas anunció un examen escrito sin previo aviso. Todo el alumnado protestó por aquella decisión arbitraria, excepto un pequeño grupo de cuatro alumnos a quienes llamaban los puñales, quienes se ubicaban siempre en los primeros puestos del salón de clases, sé destacaban por obtener altas calificaciones y no compartir con el resto del alumnado.
El día del examen llegué tarde y la puerta del salón de clases estaba cerrada. Toqué a la puerta y un compañero abrió. Al entrar encontré el salón prácticamente vacío, solo la profesora y los cuatro puñales, al instante pensé retirarme del lugar, pero quizás el miedo a reprobar la materia me impulsó a quedarme.
Presenté el examen y salí del aula de clase, me fui a casa con la sensación de haber traicionado. Cuando llegué a casa, mi padre observó mi preocupación.
—Hijo te noto preocupado, —dijo mi padre. — ¿Reprobaste la materia o aconteció algo más?
—Presenté el examen, pero traicioné a mis compañeros, —respondí afligido. —Narré a mi padre los pormenores de la situación.
—Hijo, en la vida aprendemos por ensayo y error, —respondió mi padre. —Hay buenos y malos momentos, ambos nos enseñan y nos permiten crecer como persona. Nadie consigue llegar al éxito sin haberse caído alguna vez en el camino. Las personas que no están dispuestas a cometer errores son aquellas, que cuando los cometen , no aprenden de ellos ni intentan rectificar.
—Sé que sientes culpa y la culpa es miedo, miedo a reconocer que has errado, miedo al juicio moral por tu acción, pero huir no es la solución, afrontarlo es la mejor opción.
Al día siguiente llegué clase muy temprano, los compañeros estaban en las afueras del salón.
—¿Qué sucede? —pregunté —Un silencio fue la respuesta. —Ninguno de mis compañeros respondió, dieron media vuelta y se alejaron. Intenté hablar con mí mejor amigo, un compañero de estudio y vecino del lugar donde vivía. Al acercarme, el amigo bajó el rostro como avergonzado.
—No me está permitido hablar contigo, —fue su respuesta. —No fuiste solidario con nosotros. —Sin más explicaciones se alejó.
Cuando ingresé al salón de clase, ninguno de los compañeros me dirigió la palabra. Al sentir el frío rechazo, opté por aislarme ubicándome en el último pupitre del salón. Allí en solitario escuché el dictado de la clase, reflexioné sobre la situación que estaba viviendo y recordé las palabras de mi padre. En mi soledad comprendí que había cometido un error de solidaridad, no brinde apoyo ni adhesión a la causa por la cual luchaban mis compañeros. Los abandoné cuando más me necesitaron, fui egoísta con el grupo al cual pertenecía, el que me enseñó a compartir, a recibir y dar afecto, me comporté similar a los puñales cuyo propósito era obtener las mayores calificaciones, ser el primero y estar por encima de los demás.
Asistí regularmente a clases y durante tres meses me mantuve solitario pagando la condena que me habían impuesto y que yo acepté voluntariamente como penitencia al reconocer el error cometido. Culminado los 90 días del castigo, al ingresar al salón de clase, uno de los compañeros se acercó a mí, me abrazó e hizo entrega de una hoja de papel escrita con la firma de todos los compañeros.
Reflexión
Apreciado amigo y compañero.
Lo importante en la vida no es llegar primero, sino saber llegar. No sé justifica sacrificar los valores de amistad, solidaridad y honestidad por tratar de obtener un logro, a veces se obtiene más por el corazón, que por la razón.
Te damos nuevamente la bienvenida al club de amigos y te invitamos a seguir compartiendo como siempre lo hicimos.
Un abrazo.
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